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La belleza es una vibración que atraviesa los sentidos y nos absorbe. Puede parecer efímera, demasiado subjetiva para ser nombrada. Y sin embargo, la necesitamos para sostener nuestra vida. Un lugar deja de ser solo un espacio cuando lo experimentamos. Así es la belleza: nos acoge, nos orienta, nos conmueve. La escuchamos en la naturaleza, la saboreamos en un plato, la cantamos en la ducha, la recorremos descalzos en una terraza soleada en primavera.
De puntillas
No conocemos este espacio, lo vivimos por primera vez. Es un lugar nuevo y, aunque entramos en él de puntillas, con timidez y duda, percibimos su sabor — dulce y ligeramente especiado. Una sensación de cálida seguridad nos invade.
¿Podemos llamarlo sinestesia?
Escuchar los colores, oler las palabras, saborear las formas y los espacios — es posible. La sinestesia es el encuentro entre los sentidos, y la belleza siempre ha sabido evocarla.
Adolf Loos, en su ensayo Ornamento y Delito, definía la decoración como un obstáculo para el progreso. Imaginemos lo que diría de nosotros hoy, que necesitamos la belleza para vivir — y para vivir mejor.
La belleza es necesaria
La belleza de nuestros espacios — familiares, profesionales, emocionales — de los entornos arquitectónicos donde pasamos nuestro tiempo y emociones, es una necesidad fundamental para nuestro bienestar.
Volvemos a los lugares donde fuimos felices por una razón sencilla: queremos más. Necesitamos inspiración, consuelo, incluso elevación espiritual. Y por eso, volvemos.

La arquitectura da refugio, canaliza, filtra, agrupa y dispersa. Pero su competencia emocional no debe subestimarse, especialmente en la fase de diseño.
Los espacios guardan, evocan sentimientos, identidades, valores. La arquitectura contribuye a construir el sentido de pertenencia y participación en un ecosistema social. Hoy ya no es posible diseñar espacios, centros o ciudades sin pensar en la felicidad de las personas.
Adolf, lo sentimos. Pero no del todo. Porque esta carencia sería precisamente la involución civil de la que nos hablaste en 1908.

La belleza es un valor elevado, y quienes la reducen a una cuestión estética, efímera o frívola, no viven bien en este mundo. Necesitamos la belleza, como decíamos, porque estamos hechos de ella y rodeados por ella. Cada persona tiene la suya, adquiere nueva en cada momento, la comparte y la crea. Sí, también la destruye, más de lo que sería humanamente soportable, pero ella se regenera, de forma mágica, porque su naturaleza es renacer y existir hasta el fin de los tiempos.
Si no puedes exaltarla, elévala
¿Qué puede saber un “simple” suelo sobre la belleza, el diseño o los ornamentos? Ese elemento, aparentemente insignificante, está en la base de muchas evoluciones. Sobre todo, hacia lo alto.
Su ennoblecimiento lo ha convertido, con el tiempo, en protagonista silencioso y respetuoso del espacio, encarnación, capa tras capa, error tras error, de materiales y almas, comunes y preciosas, prácticas y nobles, que han fusionado la necesidad funcional con el valor estético.
Si no puedes esconderlo, ensálzalo. Eso nos enseña la historia del diseño.
Y si ensalzarlo no es suficiente — elévalo. Eso hicimos.
Para que los lugares que diseñamos sean felices desde su origen.
El valor del diseño
No conocíamos este espacio, pero lo vivimos una vez. Al principio era solo un lugar nuevo, desconocido, virgen. Pero algo cambió: nos sentimos en casa.
El color de la pared norte, la luz filtrada por una ventana amplia, el diseño limpio y lineal. El tacto del suelo bajo nuestros pies, el frío del mármol, el calor de la madera, la suavidad del corcho.
El diálogo con nuestros sentidos floreció, dio dirección a la historia y se nos hizo la boca agua — como ante un estofado en salsa de arándanos con boniatos, cuya piel se levanta un poco.
El valor del diseño es sinestesia silenciosa, entre lo que vemos, sentimos, sostenemos. Vivimos.
¿Ornamento o delito? | Umaneco by Nesite ©Todos los derechos reservados
Textos de Chiara Foffano – Ilustraciones de Ariele Pirona